Me pide Rubén que os hable de música, cosa que no deja de ser una locura tan grande como hablar de amor: el amor no se dice, se hace. El diálogo sobre el amor y la música es innecesario para el que lo conoce, e inútil para el que lo ignora; desalentador, en cualquier caso. Porque razonar la música es difícil, pero razonar su sentido es imposible. La música, como toda emoción estética, es indecible. Se la siente, no se la describe; ella es su propia descripción. Porque la música dice cuanto no cabe decir en el lenguaje humano, tan dividido y arduo. Porque la música resumen la dignidad más alta del arte: ¿qué materia hay en ella? En sí misma es sustancia y forma; eleva y ennoblece cuanto toca y cuanto manifiesta. Es el verdadero esperanto, el verdadero idioma universal, que comienza allí donde no alcanzan los demás, tan parciales. Y nos revela la esencia íntima del mundo, sin intermediario alguno, lo mismo que un perfume, hacia la diana secreta del corazón.
Porque la mayor riqueza de la música no es su material realidad. sino la irrealidad que provoca, su abierta dádiva de ideales y alegría. Por eso escucharla no consiste en un gesto pasivo, sino en una colaboración y en una entrega -un abandono, sí, pero participante y total-, como la acequia que contribuye, desde su tosquedad, humildemente, con el agua en el riego y en la cosecha…El mundo entero entra en contacto mediante la comprensiva y dulce caricia de la música que, como un tapiz volador, alada en medio de los aires, enlaza distintas épocas y distintos países; familiariza unas almas con las más opuestas; enardece o pacifica, según la previa disposición de su auditorio; flota sobre los credos, sobre las ideologías, sobre las razas, sobre las hostiles actitudes. Porque su milagro consiste en relacionar sin palabras un corazón con otro; en transmitirnos encantadora y fácilmente la más honda verdad y la esencia más honda de la vida. Su magia brota de la auténtica raíz de la belleza. Y esa raíz no es otra que el anhelo que yace en lo recóndito del corazón de cada ser humano; ese ser que mira con nostalgia de tejas para arriba, que aspira a poner en la divinidad su cuña de efímera madera, que se siente, envuelto de música, más ligero y glorioso, más redimido y más cumplido. Porque la vibración de los jubilosos élitros de la música suena en el aire; pero donde más suena es en los corazones que la reciben y la hospedan.
De ahí que me fascinara cuanto creó sobre mis versos Manolo Sanlúcar; más aún, la manera que tuvo, al grabarla, de utilizar mi voz como si de otro instrumento se tratara. De ahí que me fascinara igualmente el trabajo que hizo más tarde Rubén, con la Camerata Capricho Español, en el disco Miró a mi corazón…, compuesto mientras estuvo residiendo, junto a otros artistas (pintores, escultores, escritores) en mi Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores. Y que os invito a descubrirlo, escucharlo y, sobre todo, disfrutarlo.