Todo un universo, con sus galaxias, sus soles, sus planetas, sus agujeros negros, su materia oscura, sus posibles cuerdas que todo lo unen y vibran armónicamente a cada segundo; todo ello, en constante movimiento, expandiéndose, fluyendo y no permaneciendo, habita en el tercer movimiento de la 9ª Sinfonía de Beethoven.
Tras un inicio con cierto carácter inquietante, no resulta extremadamente complejo apreciar la evolución de la delicada melodía que nos presenta Beethoven -principalmente en la sección de cuerda- mediante la técnica de la variación; un recurso altamente explotado por el compositor de manera absolutamente magistral.
Leonard Bernstein, reconocido pedagogo, compositor y director, sostenía -y estoy totalmente de acuerdo con él- que, en realidad, si compartimentamos el leguaje de Beethoven, si lo desmembramos en melodía, armonía, ritmo y forma; realmente no es impresionante. Sin embargo, la suma de todos estos aspectos, la brutal conjunción entre melodía, armonía, ritmo y forma que podemos encontrar en su música, la dota de un carácter realmente especial. Realmente único.
Algo así ocurre en este movimiento de la sinfonía. Quizá si miramos de forma aislada, como a través de un prisma, vemos cómo se descompone en fragmentos toda la luz que en esta música habita. Sin embargo, si miramos -y escuchamos- esta música a los ojos, cara a cara, con la mente abierta, esta nos interpelará de forma directa adentrándonos en un misticismo extraño del que resulta complicado abstraerse. Una música que camina hacia un futuro inexorable.
Es esta una música que invita al avance, al fluir, en ocasiones de forma pausada, calmada y reflexiva. En otras, de forma estrepitosa, casi parece que las notas quisieran escapar de la rigidez del pentagrama. Pero hay dulzura, amor, calma, dureza, pureza… Un sinfín de estados de ánimo por los que camina -cuestionándose- a diario el ser humano. Una música para pensar y para pensarse. Siempre desde la libertad de querer ser uno mismo. Hasta las últimas consecuencias…