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El cielo en la tierra

La misa es el momento en el que el cielo y la tierra se unen.

San Francisco de Asís

Esta cita, atribuida a San Francisco de Asís, resume el sencillo pero a la vez apasionante arte de acudir a misa. Digo arte porque, de hacerse las cosas bien, celebrar la eucaristía se convierte en el arte de celebrar la eucaristía.

Allí donde algunos sólo aprecian algo de pompa, retablos barrocos, oro, plata, protocolo y algún que otro canto de fondo; otros contemplan la irradiación de la belleza a través de diversos elementos. Claro que para poder ser testigo de esta belleza resulta primordial crear el ambiente, crear el espacio propicio para que, por medio de un estímulo de los sentidos (vista, olfato, oído, tacto…) se alcance un estímulo espiritual. Lo cristiano, sostiene el santo padre Francisco, tiene el poder de transformar el mundo. Y es que lo cristiano, comienza en la celebración de la eucaristía. Ahí reside el comienzo de los comienzos porque es en ese momento en el que el Evangelio, esto es, la palabra de Dios, el verbo, toma su verdadero significado al ser transmitido a todo aquel que se deja penetrar por ella.

Sin embargo, para que el Evangelio y el mensaje de amor y belleza que se desprende del cristianismo sea transmitido correctamente, debe haber algo más. La unción con la que se celebran los santos oficios es determinante. Y la búsqueda de esa unción recae en exclusividad en los celebrantes. En sus manos está que ese principio que invocamos se materialice:

Yo confieso ante Dios todopoderoso, y ante vosotros hermanos que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Por eso ruego a Santa María siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a vosotros hermanos que intercedáis por mí ante Dios, nuestro Señor.

En esta breve invocación, ya desde los primeros minutos de la eucaristía, rogamos la presencia de los ángeles y de los santos. Puede parecer descabellado, pero aquí está la clave de todo. Como decía Francisco de Asís, el cielo y la tierra se unen durante la celebración de la misa. ¿Cómo no poner todos los medios necesarios para que esa conexión, esa imbricación esté envuelta en la más absoluta de las bellezas?

El olor a incienso, las pinturas que en otro tiempo servían como medio catequético, la música, el tono de voz del sacerdote, las formas, el mimo, el tacto suave y sereno con el que se toma con las manos la sagrada forma… Todo forma parte de ese Todo que nos funde con el infinito. Todo esto es necesario para que nuestra mirada pase de la cristología o la mariología a Cristo y a María. Todo esto es necesario para del Cristo pasemos a Cristo. Todo esto necesario para recabar la pureza que reside en la celebración que a veces se torna rutinaria y estática. Pero el arte de celebrar la eucaristía, el arte de la belleza como camino indiscutible hacia Dios, no entiende de tiempo. ¿Qué es un minuto en los planes de Dios? Al cruzar la puerta y vernos en el interior del templo no existe el tiempo. Todo queda en suspensión mientras una brecha se abre sobre la bóveda, la cúpula y el altar y un huracán de espíritu, de santos y de voces celestiales se funden con el canto acompasado que nace desde la tierra; todo ello envuelto en una nube de incienso que se ve, se huele y se siente; donde la totalidad de nuestros sentidos se ponen en marcha acompañados de la profunda voz de un sacerdote.

Mantengamos viva la liturgia. Mantengamos vivo el espíritu de la belleza. Redescubramos la grandeza de la liturgia en la vida de la Iglesia y en la vida de cada uno de nosotros.