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Diluvio

Resulta verdaderamente difícil no establecer relaciones entre las graves inundaciones ocurridas fundamentalmente en Valencia (también en Castilla-La Mancha y algunos puntos de Andalucía) estos días, y la lectura en la que nos encontramos en estas semanas de la Sagrada Escritura, concretamente la historia de Noé cuyo eje es el Diluvio Universal.

Del estudio de este pasaje es posible extraer una enseñanza fundamental: el individualismo exacerbado y la violencia entre nosotros mismos, con nuestros semejantes, y también la violencia ejercida contra la «Casa Común» -como dice el Papa Francisco- que nos acoge, trajo como consecuencia en tiempos de Noé el Diluvio Universal tras el cual se produjo un reinicio del mundo.

Así, cuando ocurre un desastre como el que ha ocurrido en los últimos días, nuestra mente queda invadida por pensamientos como la incredulidad, el enfado, la incomprensión, la emoción, la desolación… Nos formulamos preguntas y más preguntas: ¿Por qué a los míos? ¿Por qué a nosotros? ¿Por qué a ellos y no a mí? Es difícil encontrar respuestas al dolor.

Todo cuanto hacemos en la vida tiene consecuencias. Lo que hicieron nuestros padres, lo que hicieron nuestros bisabuelos, lo que hacemos nosotros, lo que haremos nosotros… todo guarda relación, y todo tiene consecuencias inmediatas o futuras. Nuestras acciones, nuestras no acciones, lo que decimos, lo que callamos… todo ello, absolutamente todo, provoca reacciones.

El cielo cae sobre nuestro mundo cuando se abre el abismo. En el tiempo que separa un sístole de un diástole, todo se derrumba. Y todo se derrumba como consecuencia de la pertinacia en el error, en el tropiezo constante cuando vivimos empecinados en continuar construyendo Torres de Babel dando la espalda a Dios, desconfiando de Dios, enfrentándonos a un Dios que no castiga, que sólo ama, pero que -en nuestro libre albedrío- nos otorga la potestad de ignorar que Él es amor, que Él es pasado, presente y futuro, y a la vez todo ello. Nos otorga la posibilidad de dejar morir la espiritualidad en favor del materialismo más destructivo. Y en eso se haya la sociedad. En Pirkéi de Rabí Eliézer 14:6, durante la construcción de la Torre de Babel aparece lo siguiente:

«Si un hombre caía y moría, no prestaban atención; pero si caía un ladrillo se sentaban a llorar, diciendo: ¡Ay de nosotros! ¿Cuándo llegará otro ladrillo en su lugar?»

Toda la humanidad estaba unida en un mismo objetivo: construir la Torre. No importa la vida. No importa lo humano, lo humanista. No importa el arte. No importa la belleza. Importan los ladrillos, la cantidad de ladrillos colocados, la cantidad de fieles, la cantidad de feligreses, la cantidad de peregrinos… Números y más números. Cifras, cantidades, dinero. Vivimos inmersos en la construcción de una Torre eterna, atrapados en un sucio bucle de proclamas políticas y agendas mundiales establecidas por unos pocos para intereses particulares que nos igualan en lo negativo y en la mediocridad sin impulsarnos a ser mejores.

Afortunadamente, y gracias a Dios, nos queda la solidaridad. La esperanza puesta en todos aquellos que dan cuanto tienen por ayudar a quienes no les queda nada. Y ello ocurre porque, por encima de programas políticos, por encima de sacerdotes, pastores y predicadores, es Dios quien mueve nuestros corazones, creyentes o no creyentes. Dios no vive encerrado en un templo a expensas de ser liberado por un sacerdote. Dios está en el ahora, en el antes y en el mañana habitando la perfección de la eternidad. Y está en nosotros antes que en cualquier templo, antes que en cualquier imposición de manos porque llevamos con nosotros ese primigenio aliento de vida (Gn. 2, 6.).

Dijo Benedicto XVI en el aeródromo de Cuatro Vientos de Madrid: «vuestra fuerza es mayor que la lluvia». Y así es. Somos más de lo que creemos ser porque formamos parte de la divinidad.

Imagen extraída de: informarte.com.uy