a Juan Alberto Ramírez, promotor de estas líneas
PREGÓN A LA SEMANA SANTA URDETANA PRONUNCIADO EL 16 DE MARZO EN LA PARROQUIA SAN JUAN BAUTISTA DE URDA (TOLEDO) MIENTRAS DIRIGÍA A LA BANDA MUNICIPAL DE URDA
La vinculación que existe entre la religión y la música la podemos ver plasmada en las Sagradas Escrituras, donde se dan más de 200 referencias relacionadas con la palabra canto, cántico o cantad. Más de 20 referencias hacen alusión a la música o a la utilización de instrumentos musicales. 1365 referencias aluden a la escucha, los oídos, la voz o el grito. Es, por tanto, nuestra religión, la religión católica -al igual que la judía-, una religión de la escucha, una religión del canto, una religión inseparable del sonido y, por ende, de la música. Shemá Israel, “Escucha, Israel” comienza diciendo la principal plegaria del judaísmo. “Quien tenga oídos, que oiga” recoge el Nuevo Testamento.
Esta unión entre palabra, música, sonido, religión y también silencio es incluso anterior a la llegada al mundo de Cristo. Por tanto, la música no sólo está unida a Cristo, sino que primero estuvo unida a Dios. Nace de Dios. Dios no sólo se manifiesta, se hace presente, o se muestra ante el ser humano por medio del sonido, sino que se comunica a través de él. El sonido acompaña desde sus orígenes al pueblo de Dios.
Atendiendo a esto, puede resultar incomprensible la poca importancia que se le presta actualmente a la música y al sonido que nos rodea. Por supuesto, la poca importancia que le damos a la música que escuchan nuestros hijos o a la música que suena de fondo en un centro comercial, pero ¿Qué música se interpreta en las iglesias? ¿Con qué cuidado, con qué mino tratamos la música en la liturgia?
Me gusta ver la Semana Santa como una manifestación de la liturgia -que no es otra cosa que mostrar y compartir la presencia de Dios entre nosotros- en nuestras calles. En ese proceso litúrgico que es nuestra Semana Santa, en esa partición en la que se manifiesta desde lo popular un hecho religioso, dedicamos tiempo y dinero en escoger las flores precisas para nuestros pasos, en sacar brillo a la plata, en medir al milímetro la colocación de un manto… en definitiva, dedicamos tiempo, espacio y dinero a la materia, a lo que se ve a simple vista.
La música es la más abstracta de las artes por el simple hecho de no ser tangible, es decir, no se puede tocar con las manos; y por no ser visible. No podemos ver la música. Podemos ver las partituras, podemos ver los instrumentos, podemos ver a los músicos hacer música. Incluso, con entrenamiento y ciertas capacidades, podemos tomar en nuestras manos una partitura, leerla como si de un libro se tratara y hacerla sonar en nuestra mente, en nuestro oído interno. La música suena a través de un medio, ya sea la voz humana, un instrumento o cualquier tipo de reproductor, y se pierde en el espacio en forma de onda. Así pues, la música, como la vida, es finita. Sin embargo, que no podamos verla como vemos un cirio, un varal o un ramo de rosas, no quiere decir que la música de Mozart o de Bruckner no exista.
Es cierto que nos toca vivir un tiempo que el filósofo Guy Debord calificó como “la sociedad del espectáculo”. Ahora nuestra vida se asemeja a un espectáculo donde sólo se busca la visibilidad y la diversión a cualquier precio a través de las pantallas y las redes sociales proyectando de nosotros mismos una imagen. Lo que no aparece en redes sociales no existe. O, dicho de otro modo, lo que no se ve, si no se hace visible, no cuenta para el mundo. Vivimos en una especie de ceguera colectiva que ha llegado a todos los asuntos de la vida, incluido nuestro mundo interior. Decía Benedicto XVI que es necesario confesar nuestra ceguera y nuestra miopía[1]. También lo dice el salmo: “tienen ojos y no ven”[2]. Es necesario buscar la verdad, y ello puede hacerse a través de la belleza de la música, a través del arte, aunque el camino sea complejo -como todo lo que en la vida merece la pena- y nos embriague la duda, la desdicha y el abandono.
La Semana Santa nos invita a entrar en la mística de la espiritualidad, como herederos de san Agustín, en una búsqueda insaciable de amor, verdad y belleza con la mirada puesta en la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo.
Cada Semana Santa que afrontamos se nos presenta como un nuevo reto que podemos seguir viviendo el resto del año. Un reto en el que podemos pasar de lo visible a lo invisible, esto es, del Cristo a Cristo. Se nos da la oportunidad de centrar nuestros sentidos, de imprimar nuestro ser con y de Cristo. Pasar de lo tangible a lo que sólo podemos asir desde lo más profundo de nuestra alma con ese halito de Dios que portamos todos y cada uno de nosotros.
DEL CALVARIO A LA GLORIA
Jesús inicia el último tramo de su peregrinación en este mundo en Jericó, camino de Jerusalén. Se trata de un camino de subida natural, puesto que la distancia entre Jericó y Jerusalén roza los mil metros de altura. Lo que puede parecer banal, algo externo, esto es, un simple viaje sorteando un desnivel; se convierte en realidad, al hacerlo siguiendo los pasos de Cristo, en un cambio interior existencial en el que lo que está más arriba no es una simple meta, sino el encuentro con la verdadera razón de ser seres humanos. Somos nosotros quienes marcaremos la pauta de cómo realizar esta peregrinación, si con todas las comodidades posibles, evitando al máximo todo aquello cercano al sufrimiento o la desgracia, o de lo contrario, siguiendo -insisto- los pasos de Jesús. ¿Qué significa seguir los pasos de Jesús? Pues, entre otras muchas cosas, queridos amigos, recorrer el camino sabiendo que es una subida. Recorrer el camino sabiendo que nos juzgarán, probablemente, aquellos que debieran ser -y serán- juzgados. Recorrer el camino sabiendo que recibiremos golpes. Recorrer el camino sabiendo que nos traicionarán con un beso o un abrazo. Recorrer el camino sabiendo que nos negarán aquellos que, parecía, estaban a nuestro lado. Recorrer el camino sabiendo que una parte de nosotros es finita y morirá.
Son estos los pensamientos que corren por la mente de Jesús en la travesía entre Jericó y Jerusalén. Son estos los pensamientos y sentimientos que se materializarán poco después con el peso de una cruz a cuestas, hacia el Calvario.
Las rodillas clavadas en la tierra.
El corazón por la traición herido.
Las manos en el pecho compungido.
El olivo silencioso aterra.
La oreja que milagro encierra.
Golpes, desprecio y juicio perdido.
Dolor, en la columna, desmedido.
La Pasión en cada llaga entierra.
Tomar la cruz para salir del cieno.
Verdad revelada en la memoria.
Amor derramado en cada seno.
Subida al Calvario por la Gloria.
¡A la Gloria, por amor , Nazareno!
¡A la Gloria y al amor por Gloria!
COFRADÍA DE NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES Y NUESTRA SEÑORA DE LA SOLEDAD
Calle Cuna, Calle Cristo, Calle Pureza, Calle Río, Jardines de Colón, Cuesta del Bacalao, Plaza de las Pasiegas, Plaza de Zocodover, el Bailío… Sevilla, Granada, Córdoba, Urda, Toledo… ¿Qué importa el lugar cuando es Cristo quien baja de su camarín de la mano de María? ¿Qué importa cuando es Cristo quien pisa el suelo -a costal o a trono, tirado por cuerdas o empujado- te mira los ojos y te invita a caminar con él? ¿Qué importa más que una madre, pronto convertida en madre por madre de Dios, cuando es María la que observa a media distancia, destrozada por la pena, cómo carga su hijo el peso de un mundo descarnado? ¿Nos hemos atrevido alguna vez, nos atrevemos a caminar cómo y por dónde camina Cristo? ¿Nos atrevemos a mirar el mundo con los ojos de María?
Pasa la Virgen Macarena, pasa la Soledad, pasa la dolorosa… Macarena, Soledad, Dolores, Triana… Distintas miradas, distintos perfiles, diferentes flores, colores y olores en un único nombre: María. Y es que si nuestros hijos e hijas creen en los cuentos y a través de ellos oyen hablar de amor verdadero, están oyendo hablar de María. Porque eso es María, eso representa María de la Soledad o María de los Dolores o María de la Paz: el primer acto de amor verdadero después de la creación, que fue darse a Dios en cuerpo y alma para que en ella habitara el amor del mundo. Y ese amor, en un círculo perfecto, a través del Calvario, volverá a Dios en un acto de entrega máximo a través de la resurrección. ¡Eso es catequesis! ¡La Semana Santa es catequesis viva y oración a través de la música en nuestras calles! Dios te salve María, llena eres de gracia, Padre nuestro que estás en los cielos, Creo en Dios, padre todo poderoso… Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su único hijo… Eso es la Soledad en la calle: el amor. El amor que se escapa entre sus manos apretadas y desciende por su manto. Amor, amor, amor… Pero es que amar significa ser vulnerable como lo fue María ante la Cruz. Amar significa ser vulnerable como lo fue Jesús preguntándole a su padre, de viva voz, por qué le ha abandonado. El amor implica acercarse a él desnudo y desarmado y expone al que ama al sufrimiento con mayor intensidad. Sólo quien no ama es capaz de no sufrir. Sólo quien no tiene el coraje de mirar frente a una madre dolorosa, a una madre en soledad, puede pasar impasible ante el amor a la vida. ¿Qué estamos haciendo con el amor encarnada en una madre?
Si no vemos, si no sentimos, si no palpamos, si no oímos el amor no es porque esté muy lejos, sino porque está tan cerca que es abstracción pura para nuestra mirada mortal. Si no lo vemos es porque, como decía San Pablo, “en él vivimos, nos movemos y existimos”. Nos hemos acostumbrado tanto al amor, hemos hecho del amor una rutina tan miserable y a la vez cómoda para nosotros mismos, que vivimos en la incapacidad constante de verlo. Nos hemos encerrado tanto en nosotros mismos, nos hemos enterrado de tal manera en nuestro propio sepulcro, que no nos atrevemos a dar un paso atrás para ver, mirar, oír y sentir con claridad. Tenemos el amor delante y no lo vemos. Brota el amor de cada potencia, de cada llaga, de cada espina, de cada puñal, de cada lágrima, de cada clavo, de cada manto, de cada joya, de cada flor, de cada paño todos y cada uno de los días de nuestra vida, y vivimos en la imposibilidad forzada de abrirnos al amor. Nos hemos negado al amor.
El amor es el camino a la esperanza
El amor nos lleva a descubrir lo visible en lo invisible, lo audible en lo inaudible.
El amor nos lleva a conocer la otra realidad del mundo más allá del mundo presente.
La esperanza nace sólo en el instante del amor eterno.
REAL ARCHICOFRADÍA DEL SANTÍSIMO CRISTO DE LA VERA CRUZ Y COFRADÍA DE ESCLAVAS DE NUESTRO PADRE JESÚS NAZARENO
Esta es la historia de mi rencuentro con Dios. Digo rencuentro porque, pase lo que pase y por mucho que seamos pertinaces en el error de perderlo de vista, Él siempre encuentra una grieta por la que colarse y el ser humano, si es humano, es un sinfín de grietas reparadas con oro fino. Los japoneses llaman al arte de amar las cicatrices Kintsugi (kintsugí). Y allí, entre las grietas, está Dios.
Digo rencuentro porque aún sin prestarle demasiada atención, aquel julio de 2013 en Córdoba, al poner los pies por primera vez en el Convento del Corpus Christi, allí estaba Dios. Digo rencuentro porque aquella primavera de 2014 en Sevilla, en aquella noche cargada de incienso y azahar en la que vi proyectada la sombra del Señor de Pasión en una estrecha calle, allí estaba Dios. Digo rencuentro porque aquel 2 de mayo de 2015 en el que la luz iluminó mi vida, allí estaba Dios. Digo rencuentro porque un 11 de julio de 2020, mientras una vida dejaba paso a una nueva vida, la mía dejó de ser mi vida para ser nuestra vida, y allí también estaba Dios. Digo rencuentro porque en un cercano octubre de 2022 tomé la batuta de esta banda de música, y supe que allí también estaba Dios.
18,15h aproximadamente. Basílica. Introduzco la llave en la cerradura de la puerta de subida al coro. Me equivoco de dirección, ésta cierra al contrario. Le falta un poco de aceite. Cierro, por fin. Luz tenue. El santísimo en el altar. Dios observa, impasible, desde el camarín. Un par de personas centradas en sus cosas. Desde el centro de la basílica, ya de salida, vuelvo levemente la cabeza hacia el altar. Hago la señal de la cruz, quizá de forma automática, como quien se coloca el nudo de la corbata. Comienzo andar. Entonces lo oigo, con toda claridad:
—Date la vuelta—.
Después de la parálisis inicial al saberme llamado, me di la vuelta y comprobé que todo seguía como lo acababa de dejar. Volví a caminar hacia la salida.
—Date la vuelta y sígueme—.
En ese momento un escalofrío inesperado recorrió mi cuerpo, a pesar de la intensidad habitual de la calefacción. Me apoyé en un banco y giré todo mi cuerpo hacia el altar. Comprendí que la voz que había oído sólo la había oído yo. Nadie más parecía inquieto por nada. Comprendí entonces que lo incomprensible estaba ocurriendo. Alguien se dirigía a mí y sólo a mí. Ese alguien era Él.
—¿Qué quieres de mí, Nazareno? —pregunté.
—Que me mires sin dudar. Que me sientas. Que me trates de tú a tú. Que seas cruz. Que seas aquello que debes ser. No tengas miedo. Ahora ve, camina—.
Pero si tú, Nazareno, que no podías alejarte de Dios porque eras Dios mismo dudaste y te sentiste abandonado, ¿Cómo no voy a dudar yo? ¿Cómo no voy a sentir el abandono ante la infamia, la calumnia, las miradas de soslayo, los murmullos, las rencillas…? ¿Cómo no voy a sentirme abandonado cuando veo que no entienden, que no comprenden? ¿Cómo no ven que fuiste, estuviste y caminaste por este mundo? Que tus manos tocaron, que tus pies pisaron, que tus labios rozaron y acariciaron palabras eternas. ¿Cómo no ven que Dios mismo habitó entre nosotros?
Condena, carga, caída, encuentro,
ayuda, limpieza, caída,
consuelo, caída, despojado, clavado,
muerte, piedad, sepultado.
Del Calvario a la Gloria.
De la Gloria al infinito.
Muéstranos, Nazareno de Urda,
tras tus pasos, el camino.
Porque es Urda Nazarena,
aunque crezca en mí la pena entre lanzas y lisonjas;
sé que el consuelo de este mundo
nace en el Altar de la Mancha.
Porque donde hay cruz, hay Demonio.
Porque donde hay Demonio, hay injuria;
pero también esperanza, misericordia y cielo.
Qué gran poder la cruz arrastra.
Qué pasión de virutas clavadas entre las uñas de sus dedos.
Qué sentencia firmó el desamor enamorado de sí mismo.
Qué tres caídas para el mundo que de la verdad tiran.
Dinos, ay, Señor, tú que sí nos sostienes la mirada:
¿Qué tristeza nace al ver que te negamos como Pedro?
¿Qué golpe sin golpe sientes cuando llega de nuevo la traición a través de unos labios y unos gestos?
¿Qué pensamientos recorren tu mente cuando ves que Urda duda entre ayudar a levantarte o mirarte de soslayo caída tras caída?
¿No veis acaso que ya está aquí?
¿No oléis como él olió la madera que enciende la llama de la vida?
¿No oís los clavos clavados que atraviesan la carne?
¿No sentís cómo de una llaga en el costado brota el verbo derramado?
Ya no. Ya no.
Ya no hay sangre,
ya no hay llanto,
ya no hay pena,
sólo luz que ilumina.
Qué piedad en el calvario.
Qué madre para el mundo queda.
¡Viva Urda! ¡Viva Urda Nazarena!
COFRADÍA DE CRISTO CRUCIFICADO
Una cruz, unas cuerdas, unos clavos, una corona de espinas y un paño de pureza. Dos escenarios: el templo y el calvario. Brazos que se estiran al compás de una soga que rompe los huesos y el repiqueteo del ritmo de un martillo que hunde hasta lo más profundo los clavos en las manos y en los pies del nazareno. Un llamador de martillo y sangre. Un llamador de muerte lenta y agonizante que caminará por las calles del mundo a hombros o a costal de los valientes.
Y es que Dios nos mira desde arriba.
Es que Dios cruza la mirada con su hijo cabalgando en un árbol
donde va clavada la salvación del mundo
con el costado abierto derramando amor entre el dolor.
Es que Dios mira, penetrante, desde arriba a través de una cofradía en la calle. Eso es la Semana Santa, señores.
Eso es un paso ya de recogida:
la mirada de Dios, de tú a tú, a hombros de gigantes.
COFRADÍA DEL SANTO SEPULCRO
No hay más que silencio en el ambiente. Siete palabras, el llanto ahogado de una madre, los ojos hinchados de un hijo y las miradas de soslayo, se han fundido en el eco eterno de una espiración. Hasta el mal encarnado en Pilato tiene sus grietas de bondad, pues concede a Nicodemo bajar de la cruz a Cristo. Descenso, aloe y mirra. ¿Sepulcro para la muerte? No, sepulcro para la vida. Sepulcro de Esperanza. Y es que:
En el sepulcro no reposa la muerte,
sino que descansa la vida.
En el sepulcro no hay tinieblas ni oscuridad,
sino un magma de luz
con olor a orquídea, con olor a rosa, con olor a tulipán;
como un perfume de sangre y óleo
que brota y chorrea por entre las santas llagas.
Como un halo eterno de Esperanza y alabanza
a través de las ojos de tres mujeres santas.
Como un refugio de paz que acoge y recoge
a todas las almas perdidas y atormentadas,
ahora purificadas en el regazo de un Cristo yacente,
cuyos parpados cerrados se abrirán de par en par
para dar a luz a la luz, para dar muerte a la muerte.
Un concierto no deja de ser siempre un estar yéndose. Al nacer la primera nota, ya se atisba en ella reflejo del final. Es más, la trascendencia sólo puede llegar cuando principio y final quedan unidos en perfecto equilibrio. ¿Cómo aspirar a algo tan ínfimo como la cantidad y la abundancia cuando es posible alcanzar la belleza? ¿Por qué elegir el ruido cuando Dios mismo nos ha bendecido con la capacidad de ver en la belleza la verdad de la vida?
Nos estamos yendo.
Como un paso sevillano cuando ya de mañana de Viernes Santo, después de cumplida la madrugá, toma la última revirá donde le espera el reposo paciente en su camarín.
Nos estamos yendo.
Como la música cuando deja de sonar a manos de estos músicos,
y se pierde y se funde, entre los muros de este templo.
Nos estamos yendo.
Como se fueron nuestros abuelos, como se fueron nuestros padres que nos precedieron en este arte de hacer santa otra semana santa.
Nos estamos yendo.
Pero, como dice el fandango:
Aunque me voy, no me voy.
Aunque me voy, no me ausento.
Aunque me voy de presencia,
me quedo de pensamiento.
Y si de aquí tuviera que quedar algo para el recuerdo,
que sea esta madrugá cargada de belleza, eternidad y pulcritud.
Que sea esta madrugá donde el tiempo se para.
Que sea esta madrugá donde el espacio es infinito entre el eco de la eternidad.
Que sea esta madrugá donde sólo en tu mirada callada caben todas las miradas.
Que sea esta madrugá donde tras tu paso entre maderas, tambores y metales, sólo quedan nardos, donde ya no hay soledad, ni espinos, ni dolores.
He dicho.
Rubén Jordán,
Urda, Toledo, a 16 de marzo de 2024.
[1] Papa Benedicto XVI. «Ángelus, 2 de marzo de 2008, IV Domingo de Cuaresma. Vaticano. Consultado el 16 de febrero de 2024. https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2008/documents/hf_ben-xvi_ang_20080302.html.
[2] Sal 115 (113B), 5.
La totalidad del texto que aquí aparece se encuentra protegido por la Ley de Protección Intelectual y por la Sociedad General de Autores y Editores
