Jesús de Nazaret, María, Juan, Simón Pedro, Lucas, Mateo, Marcos, Tomás, Andrés, Santiago el Mayor, Felipe, Santiago el Menor, Simón el Zelote, Judas Tadeo, Judas Iscariote. Todos tenían algo en común: eran judíos. Es algo que siempre nos sorprende como cristianos, pero eran judíos. Jesús de Nazaret nació y murió como judío. Es más, nunca fundó una Iglesia, aunque asentó los fundamentos para lo que será en el futuro el cristianismo. Sin embargo, y a esto no solemos prestar demasiada atención, el cristianismo que nosotros vivimos es la interpretación que San Pablo, con su visión del mundo heleno, hiciera sobre el mensaje que trajo al mundo Jesús de Nazaret. ¿Por qué digo todo esto? Porque en ocasiones se tiende a atribuir al Nazareno postulados, doctrinas o dogmas que nunca promulgó. Muchos de estos dogmas o doctrinas que ahora seguimos, como miembros de la Iglesia Católica o como siguen nuestros hermanos protestantes, son fruto del hombre inspirado por el Espíritu Santo. Por eso me parece tan importante que nuestro conocimiento, como pueblo vivo de Dios, de la liturgia, de la Palabra, y de la fe sea grande dentro de nuestras posibilidades.
Lo dice el Papa Francisco en varias ocasiones, tomando el testigo de Benedicto XVI y de San Juan Pablo II: no podemos convencernos a nosotros mismos conformándonos con un conocimiento religioso de primera comunión. Debemos ser capaces, como laicos, de interpretar la liturgia, no para ponerla en entredicho, sino para dar cuenta, como guardianes de la Palabra de Dios, de la correcta aplicación de la misma.
Cuando los grandes Papas se refieren a la importancia de ampliar nuestra mirada teológica no lo hacen sólo por el afán de saber más o la pura curiosidad. Lo hacen porque son conscientes de la historia de la Iglesia en el mundo. Todos tenemos en casa, al menos, una Biblia. En mi caso tengo unas 20, en diferentes idiomas, formatos y tamaños. Sin embargo, pese a tenerlo como libro de cabecera, muchas veces obviamos que se compone de dos partes fundamentales: el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento. Seguramente, precisamente por estas cosas que nacen con las enseñanzas de la primera comunión, tenemos medio grabado en la memoria que como uno es antiguo y el otro es nuevo, pues el nuevo el que vale y el antiguo está anticuado. Pues nada más lejos de la realidad. Veréis como cambia ahora vuestra perspectiva. Reflexionarlo estos días que quedan de Cuaresma. Es algo muy obvio, pero, ¿os habéis parado a pensar por un instante que Jesús de Nazaret, persona central en nuestra civilización occidental, jamás conoció el Nuevo Testamento? ¿Habéis caído en la cuenta que Jesús de Nazaret, cada día y a cada hora, oraba con los salmos de David, que forman parte del Antiguo Testamento? ¿Os habéis parado a pensar que la oración central que Jesús de Nazaret y todos los apóstoles, y todos los judíos, rezaban tres veces al día se encuentra en el Deuteronomio 6: 4-5, en el Antiguo Testamento? Esta oración tan importante se conoce como Shemá, Israel: «Escucha Israel, el Señor es nuestro Dios. El Señor es Uno. Amarás al Eterno Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza […]».
San Agustín o Tomás de Aquino, también Benedicto XVI como gran teólogo, eran conscientes de toda esta herencia y, en lugar de abandonarla, buscaron en ella la huella de Jesús de Nazaret, el mensaje de la revelación que se hará carne, la única, auténtica y verdadera huella de Esperanza. Nosotros somos herederos de todo eso y lo estamos dejando de lado. Y no es que lo estemos cambiando por algo mejor porque, bueno, si hay algo mejor y a mejor precio, cómprelo antes que se lo quiten. Dejando de lado este bagaje estamos dejando de lado nuestra propia esencia. Estamos perdiendo nuestro nombre. Para los hebreros, y también para los primeros cristianos, un nombre, como Juan, como José, como María, no es simplemente una combinación de sonidos. El nombre, y por eso cada uno de nosotros deberíamos tener nuestro propio nombre y no debería tenerlo nadie más, transmite la naturaleza, la esencia de lo que nombramos. Es decir, que si tú te llamas Manuel, cuando pronunciamos Manuel, estamos nombrando toda la historia de Manuel, porque Manuel significa todo su bagaje en el mundo, y el de nadie más.
Muchas traducciones de la Biblia, con eso de ser modernos, porque ahora lo que se lleva es ser moderno aunque el mensaje esté vació, se han cargado de raíz los distintos nombres por los que se nombra a Dios. Y esto es una barbaridad, porque hemos acabado asimilando que Dios es simplemente el Señor. Yahvé o Jehová todo lo más. Sin embargo, a lo largo de la Torá, que son los cinco primeros libros de la Biblia, Dios aparece nombrado con distintos nombre y de cada uno de ellos podemos aprender algo. Por ejemplo, aparece como Elohim, quien creó los cielos y la tierra. Aparece como Ein Sof, lo que significa el Infinito, el Sin Fin, el Todo Supremo. También aparece como Shadai, el protector de los hogares. Por cierto, nuestros padres, Abraham o Jacob, así lo conocían. El-Elyon, que significa Dios Altísimo, de donde derivará después algo que repetimos constantemente: padre nuestro que estás en el cielo… También Shalom, que no es sólo el saludo tradicional hebreo, sino que significa Paz. También Shejiná, que es la presencia de Dios que ha descendido para habitar entre la humanidad. ¿Nos suena esto de algo? Adonai o Elohim, siempre acompañado de la palabra Sabaoth, Dios de los ejércitos, bien conocido por nosotros a través del Santo, aunque este último no aparece en el pentateuco. Makom¸ que significa que Dios es el lugar del mundo pero el mundo no es su lugar. Dios no se encuentra en ningún lugar concreto, sino que es todos los lugares porque Él es el lugar. Cuando Moisés pregunta en el Éxodo 3:14 a Dios quién es, Él responde “yo soy el que soy”. ¿Os dais cuenta de la importancia que tiene todo esto? Nos ensimismamos mirando una escultura de mármol, de madera o de piedra hecha por el hombre y nos somos conscientes de la inmensidad de Dios.
Todos conocemos el Tetragrámaton, que es la combinación de las cuatro letras yud-hey-vav-hey.

Estas cuatro letras, prácticamente impronunciables, porque no sé si sabéis que antes no se podía pronunciar en voz alta del nombre de Dios para evitar el mal uso, ahora las pronunciamos como Yahvé en los círculos cristiano. Esta es la forma más común de referirse a Dios, ya que aparece 5.410 veces, 1.419 de ellas en la Torá. Lo bonito de estas cuatro letras es que tienen su origen en la raíz hebrea SER. Es decir, y esto sí que es brutal, el nombre de Dios se trata de la combinación del verbo ser en su forma pasada, presente y futura. Por eso Dios es el verbo. Por eso Dios es el verbo SER con mayúsculas, porque Él sustenta toda la existencia porque fue, es y será. Dios es la fuente Eterna de todo el universo. Él es El Eterno. Por eso, nosotros decimos que en Él nos movemos, somos y existimos.
¿Por qué he contado todo esto? Porque creo que no somos conciencies del importante legado al que pertenecemos. Porque creo que no somos conscientes verdaderamente de lo que representa Jesús de Nazaret para un Cristiano. Hablaba anteriormente de San Pablo. Nos recuerda Benedicto XVI que San Pablo advirtió a los Corintios en su primera carta sobre la idolatría, invitándoles a no tener que ver con ella porque mediante la idolatría se está siguiendo lo que hacían precisamente en Corintia1, que era adorar a múltiples dioses del Olimpo. El Salmo 113, nos recuerda Benedicto XVI, nos dice que “las imágenes no son más que oro y plata, obra de manos humanas. Tienen boca y no hablan, ojos y no ven, oídos y no oyen, narices y no huelen”.
Por eso, cuando nada quede, siempre quedará Dios.
Por eso, cuando la madera se pudra, que se pudrirá;
las flores se marchiten, que se marchitarán;
y el último cirio se apague, que se apagará;
sólo quedará Dios en su Eternidad junto a la grandeza del verbo encarnado,
que es Jesús de Nazaret.
Jesús de Nazaret presenta muchas grandezas. Todos las conocemos, porque muchas de ellas son sonadas. Las aprendemos en catequesis y nos las van recordando de domingo en domingo en la lectura de los Evangelios. Sin embargo, desde la filosofía, pero también desde la teología, incluso desde la perspectiva rabínica, hay una grandeza de Jesús de Nazaret más impactante incluso que la resurrección de la carne o su propia resurrección: Jesús de Nazaret nos enseñó que vino a hacer nuevas todas las cosas, pero no vino al mundo para abolir La Ley. Jesús de Nazaret lo hizo todo nuevo y, sin tocar una pizca lo anterior, hizo a los durmientes despertad.
- VIAJE APOSTÓLICO A FRANCIA CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO DE LAS APARICIONES DE LOURDES (12 – 15 DE SEPTIEMBRE DE 2008) SANTA MISA EN LA EXPLANADA DE LOS INVÁLIDOS HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI. París, sábado 13 de septiembre de 2008 ↩︎