Vivimos tiempos caracterizados por el empeño en vaciar las palabras de contenido. Un
ejemplo es el verbo evangelizar convertido en mera justificación de salidas procesionales. Con ello
se olvida el hecho trascendental de que la evangelización es una llamada que lleva al creyente a
proclamar su fe poniendo en peligro lo que hoy llamaríamos zona de confort. La auténtica fe nace
de la experiencia de depender en todo de Dios y de la certeza de que, como proclamaba Isaías
(46,10) “Mi designio prevalecerá y ejecutaré todo lo que me place”. En una época en la que nos han
hecho creer que el criterio fundamental de la vida es la voluntad del individuo, resulta muy difícil
decir con Jeremías (10,23): “Reconozco, oh Adonay, que no es el hombre dueño de su camino”.
Escribo estas cosas después de haberme propuesto hace meses mantenerme lo más lejos
posible del mundo de las cofradías, pero lo sucedido con la restauración de la Macarena se me ha
revelado como un auténtico milagro. La Macarena, sin poner un pie fuera de su Basílica, ha
protagonizado la misión más profunda de los últimos tiempos en Sevilla, una ciudad enredada en la
seguridad de su belleza. La Macarena ha dicho a Sevilla a través de su hermandad: “Me voy y
regreso a mi lugar, hasta que se reconozcan culpables y busquen mi rostro” (Oseas, 5,15). Lo digo
con total convencimiento: la Macarena guió las manos de sus restauradores para eclipsarse y, en
misión, decir a sus hermanos y devotos: “La corrección de Adonay, hijo mío, no la desprecies, ni
sientas repugnancia a su amonestación, pues Adonay reprende a quien ama y como un padre al hijo
en quien se complace” (Prov. 3,11-12).
Esta ha sido la misión de la Macarena en estos días. No ha salido de su templo, no ha
recibido ningún reconocimiento, ninguna autoridad la ha visitado. Ha sido ella la que ha tomado la
palabra para decir que ya está bien de miedos y soberbia; que ya esta bien de eslóganes vacíos y de
dirigentes que asumen responsabilidades para las que no tienen la más mínima preparación. La
Macarena ha querido eclipsarse una horas porque no han querido oírla antes. No la oyeron cuando
no se oía a sus hermanos; no la oyeron cuando usaron el resentimiento y la venganza como regla de
comportamiento; no la oyeron cuando acallaron los consejos bien intencionados; no la oyeron
cuando se atoraron de vanidad por ser la hermandad más numerosa. Tras hablar tantas veces alto y
claro, las Macarena ha decidido apartar su rostro de su hermandad durante unas horas para hacer
patente que la soberbia opaca la belleza, que la ignorancia envenena la convivencia y que el miedo
confunde el corazón. No quepa duda a nadie. Ha sido la Macarena la que se ha ocultado hasta que
en su templo santo vuelva a reinar la justicia y la misericordia.
Su restauración pone de relieve la soberbia, la ignorancia y el miedo de la Junta de
Gobierno, pero también ha revelado que sus hermanos y devotos son un torrente de voces que
deben contener la cólera y volverse a Dios con profundidad: “Desgarrad vuestro corazón y no
vuestros vestidos y volveos a Adonay, pues es clemente y misericordioso” (Joel 2, 13). Cuando así
suceda reaparecerá su rostro y todos podréis decir: “Tu faz, Adonay, busco. No escondas de mí tu
rostro, no rechaces a tu siervo con ira; mi auxilio has sido; no me abandones ni me desampares,
Dios de mi salvación” (Sal. 27, 8-9).
Esta ha sido la misión de la Macarena.
Imagen: Macarena, de Rafael Laureano.