Decía Benedicto XVI en el Ángelus de la Plaza de San Pedro del año 2010 que la tarea misionera no es revolucionar el mundo, sino transfigurarlo, tomando la fuerza de Jesucristo que “nos convoca a la mesa de la Palabra y la Eucaristía, para gustar el don de Su presencia, formarnos en Su escuela y vivir cada vez más conscientemente unidos a Él, Maestro y Señor”.
La Iglesia Católica, por definición, es la Iglesia Universal ya que católica (katholikós en griego) hace referencia a la universal entendiendo por universal que es completa, total, que todo lo abarca. Sin embargo, dentro de esa universalidad, se habla -cada vez con más frecuencia- de las distintas sensibilidades y movimientos que habitan en la universalidad. Que la variedad enriquece al aportar distintas caras de una misma moneda puede ser evidente e incluso positivo. No obstante, la compartimentación de la universalidad también puede contribuir -y a juicio de quien escribe, contribuye- a la disolución de lo esencial.
San Mateo, en el capítulo 5, versículo 13 de su Evangelio recoge la ya icónica cita pronunciada por Jesús en el Sermón de la Montaña Vosotros sois la sal de la tierra, pero si la sal se desvirtúa, ¿con qué se salará? Si analizamos brevemente la primera parte de la frase, Jesús no invita a ser la sal, esto es, no dice “podríais o deberías ser”, sino que especifica que “sois”, es decir, no es una opción ser la sal de la tierra. Estamos llamados a serlo como identidad esencial como discípulos de Cristo desde el día de nuestro Bautismo. Ser la sal es mucho más que un llamado no opcional. Ser la sal es ser elemento purificador, una invitación a la santidad. Ser la sal es ser sabor, es otorgar sabor a la vida y al mundo con nuestras obras y nuestra vida poniendo a Dios en el centro de nuestra existencia. Ser la sal es ser guardianes, protectores, conservadores de la verdad, de la fe y del mensaje eterno de Dios en un mundo que tiende a desvirtuarse.
Atendiendo a la segunda parte, nos llama a no perder la autenticidad, a no dejar de salar, a seguir cumpliendo la función de la sal, es decir, a no diluir la fe, a vivir una vida coherente.
Esta parte del Evangelio de San Mateo nos advierte, como se ha dicho, de algo verdaderamente importante: la disolución de la fe.
La Iglesia Católica, como Iglesia Universal, está llamada a vivir cada uno de los tiempos que se van sucediendo. Así lo lleva haciendo desde hace dos mil años. Está llamada a hacer su lenguaje comprensible para los seres humanos de todas las naciones. Está llamada a difundir un mensaje de amor y esperanza que es el mensaje de Cristo. Sin embargo, la aproximación a las sociedades no implica -o no debería implicar- adulterar lo esencial.
Todo movimiento insertado en el seno de la Iglesia Católica debería contribuir al mantenimiento de la fe y la búsqueda constante de la verdad como verdaderos cooperadores de la verdad. Viene de nuevo a colación la cita Vosotros sois la sal de la tierra porque la sal no actúa por cantidad, sino por intensidad. Una pizca de sal ya cambia el sabor de la comida. No obstante, en muchas ocasiones, algunos sectores de la Iglesia, movimientos o comunidades parroquiales parecen guiarse más por el número de asistentes o de participantes que por la calidad de la celebración, de la liturgia. A veces, parece que es más importante cuántos bautizados ha habido en el curso parroquial, cuántos grupos de matrimonios o de jóvenes se han creado, cuántos niños y niñas han tomado la primera comunión o cuántos se han confirmado. Sin embargo, ¿prestamos atención a cuántos fieles pasan unos minutos ante el Santísimo, Dios vivo ante nosotros? ¿Merece la pena desvirtuar la belleza de la liturgia para introducir elementos que atraigan a los jóvenes, como por ejemplo música Hakuna que ni es litúrgica ni es sacra, renunciando así a más de 400 años de historia de la música?
El testimonio de los fieles no es válido por el número de fieles, sino por su fidelidad a Cristo, por su verdad.
Benedicto XVI, de forma casi profética, ya advirtió a comienzos de los años setenta que la Iglesia del futuro sería más pequeña, pero también más profunda y más pura.
Pero no todo es responsabilidad de las altas esferas eclesiásticas, de nuestros obispos o nuestros párrocos. También es nuestra responsabilidad, como laicos, no dejarnos arrastrar por falsas verdades aunque vengan cargadas de éxitos de crítica y público; y para ello es necesario que nuestro conocimiento del hecho religioso vaya más allá de aquello que nos contaron en catequesis. Es nuestra responsabilidad volver la mirada a la Eucaristía, al canto, al incienso y a los detalles cargados de simbolismo. Es nuestra responsabilidad volver nuestra mirada al Sagrario y edificar una Iglesia que emane de la luz del mismo sagrario, no de nuestros intereses particulares basados en la revolución a sabiendas de que las revoluciones, citando de nuevo a Benedicto XVI, siempre se fundamentan en aspectos ideológicos que ignoran la verdad y la moral. La verdadera revolución es la que ocurre en cada corazón a través del encuentro con Cristo. Recordemos que vivimos en este mundo sin ser de él. No mundanicemos la Universalidad de una Iglesia que, aunque creada y caminante en este mundo, no pertenece a él.